El año 2019 fue la última vez que celebramos la Nochevieja sin miedo. Parece que fue ayer ese Festivern donde no sabíamos lo que venía y festejábamos el nuevo año, con la compañía de Pere Àlvaro y el mítico Flying Free. Sin mascarillas, toques de queda ni anuncios que te hicieran sentir culpable si le ocurría algo a tu yaya. Al poco, vino ese virus que fue detectado por primera vez en China. Y, al principio, creíamos que era como una gripe: incluso Lorenzo Milá nos lo recordó desde la tele. No había de qué preocuparse.
Todo era tan surrealista los primeros días que, como no éramos conscientes de la situación, nos pareció hasta gracioso. Y llegaron esas dos semanas sin universidad, que muchos y muchas creían que serían dos semanas de fiesta. Al poco, sin darnos cuenta, estábamos confinados en nuestras casas. Yo recuerdo que venía a València para moderar un debate con los síndicos de los partidos valencianos… Y lo único que moderé en los 3 meses siguientes fueron el sonido de los pájaros que cantaban afuera y las entrevistas que hacía por Zoom. Gracias a ellas, recordaba que continuaba formando parte de una sociedad y que, incluso, todavía tenía inquietud por lo que ocurría afuera. A pesar de que, en la tele y en Twitter, todo fuesen cifras, gráficos y estadísticas que me asustaban y que nunca acabé de entender.
El día en que los jóvenes dimos ejemplo al mundo
Nos pidieron que nos confináramos, y lo hicimos. Muchos con la suerte de estar en casa, con la familia. Otros muchos, lejos de casa, confinados en pisos de mierda de grandes ciudades, en que se supone que hay trabajo para quienes estudian mucho y hacen muchas prácticas de esas en las que no se cobra. ¿Qué pisos? Los que nuestros sueldos de mierda nos permiten, está claro. En un tiempo de lenguajes perversos, el que para la generación de nuestros padres era un zulo sin ascensor ahora se ha reconvertido en un “loft luminoso”.
Porque, por mucho que digan, no supone el mismo esfuerzo confinarte cuando tienes un espacio de trabajo propio que cuando lo tienes que compartir. Ni tampoco da igual confinarte a solas que confinarte cuando tienes a alguien con quien contarte las miserias con queso, pan y vino. Y, claro está, no es lo mismo confinarte en medio de la montaña que en una ciudad de la periferia de Madrid o Barcelona y con vistas a un descampado. Recuerdo a un amigo que solo podía ver un Consum desde su piso de estudiante y siempre me enviaba fotos de su “confinamiento con vistas”. Porque si hay algún grupo que puso imaginación y humor al confinamiento fuimos los jóvenes.
Y nos estigmatizaron sin cesar, y nos acusaron de tener ganas de fiesta todo el día y de irresponsables mataiaios. Y de no vacunarnos, cuando todavía no se nos ofrecía la posibilidad. Al final, resultamos ser los más responsables con la vacunación. Y también resultó que teníamos mucho más sentido común que algunos de la generación de nuestros padres. Aguantamos el confinamiento, la mascarilla en espacios abiertos, quedarnos sin fiestas del pueblo y sin conciertos, separarnos en dos mesas, no cruzar de Comunidad Autónoma para ver a quienes más queríamos… Incluso, aguantamos un verano con mascarilla por la playa, las citas Tinder con mascarilla, no poder abrazar nuestros yayos… Y, todo esto, mientras veíamos cómo de bien se lo pasaban los pijos del barrio de Salamanca, hartos de la “opresión” de no poder invitar a sus amigos engominados a sus piscinas del Barrio Alto.
Señorías: todo tiene un límite
Aguantamos y aguantamos. Y pedimos más y mejor atención primaria, mejores condiciones para los sanitarios. Pedimos cambios en el mercado laboral que nos permitieron construir nuestros proyectos en paz, en nuestra tierra, sin vernos obligados a marchar a estudiar o trabajar fuera. Pedimos volver a reindustrializarnos y a priorizar la calidad frente la cantidad. Nos plantamos y dijimos que ya basta de abusar de los jóvenes, que no podíamos continuar con un 38% de paro juvenil. Os dijimos que teníamos ansiedad, que estábamos frustrados ante un futuro de incertidumbre y precariedad. Que independizarnos, tener un trabajo estable en “lo nuestro” y ser independientes se habían convertido en nombres rusos para nosotros.
Y nos pedisteis paciencia. Y volvimos a aguantar. Pero algunos volvéis a improvisar, y planteáis la vuelta a los toques de queda o a las mascarillas en el exterior, decisiones sin ningún criterio científico que ni existieron en los tiempos más duros de pandemia en otros países europeos. Y el FMI vuelve a recomendar a los Estados la receta que mejor sabe cocinar: los recortes. Los jóvenes no estamos para bromas. Queremos un futuro y lo queremos ya. Las palabras se las lleva el viento y se quedan en eso, parole, parole, como decía esa canción. Las dos crisis que hemos vivido nos han robado el presente y no permitiremos que nadie nos robe el futuro con improvisaciones y con más precariedad.