Es lunes y son las 9 de la mañana en el búnker de la derecha valenciana. En el teledirario no hay noticias que favorezcan a la oposición. El paro baja, la economía crece y no hay grandes escándalos en el seno del gobierno del Botànic. Como aquel Hitler asediado por las fuerzas soviéticas, María José Catalá exclama: “¡con la ofensiva de los Países Catalanes podemos recuperar el control!”. En ese momento, uno de los asesores se acerca a ella con actitud calmada y tono conciliador y le espeta: “María José, lo único catalán que hemos podido encontrar aquí ha sido tu apellido”.
“Quedaos los dos asesores y tú. El resto podéis marcharos afuera”, pronuncia solemne Catalá. Al poco, mientras el resto de miembros de carnet del PP espera afuera y se pregunta por la conversación que está teniendo lugar dentro del búnker, se escucha la voz de Catalá, atronadora: “¡¡lo que tenía que haber hecho es cambiaros a todos cuando se fue Isabel Bonig!! Conquisté la alcaldía de Torrent sin ninguna ayuda. No queréis verlo, pero esto es una invasión catalanista. Están por todos lados, joder, y no queréis ver la realidad”, sentencia.
Cuando la realidad supera a la ficción
Me diréis que la conversación es falsa, sí. Está basada en la famosa escena del búnker de El Hundimiento. Pero no me digáis que no podría haber pasado un día cualquiera en las oficinas de las sucursales de la derecha española en el País Valenciano. Para empezar, encontramos a un Ciudadanos que, mientras emite sus últimos quejidos (ya casi indescifrables), agoniza al grito de “no mos fareu catalans”, y enseña la señera que todos compartimos como el niño que luce orgulloso con su juguete nuevo.
Por otro lado, un partido de caspa y ultraderecha de cuyo nombre no quiero acordarme parece haberse dado cuenta que (quién lo diría) aquel discurso negador de las sensibilidades territoriales de España con el que justificaban acabar con las autonomías no funciona. En vez de avanzar hacia adelante, han decidido mirar hacia atrás, concretamente a los años 60: “vamos a defender las identidades como un reducto folclórico de bailes, música y gastronomía típica y después les dejamos tirar unos fuegos artificiales”, seguro que pensó alguien del departamento de marketing. Win-win: regionalismo valenciano bien entendido.
Y, mientras tanto, el “nuevo” Partido Popular, que tendrá de todo menos aquello de “nuevo”, ha decidido que ahora es un partido valencianista. Que sí, que ya lo sé. Que son los mismos que absorbieron Unió Valenciana y secuestraron la valencianía para ponerla al servicio de su partido político —eso sí, todo les salió a pedir de boca—. Mientras sonríen y posan para la foto, se ve que el valenciano lo hablan en la intimidad, como Aznar. Y, cuando lo hacen, piden perdón, como María José Catalá.
¿En Les Corts? Toda esa actitud propositiva que mostraron en los momentos más duros de la pandemia queda atrás, tapada con gritos desde las bancadas populares y proposiciones absurdas contra unos Países Catalanes de los que sólo ellos hablan. Como escribió Miguel Hernández, Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras. Y blanqueando a la extrema derecha, que es gerundio. ¿Os imagináis a Feijóo haciendo lo mismo? Menudo papelón.
El tigre de papel de la derecha valenciana
En 1946, después de ser preguntado sobre el imperialismo de los Estados Unidos, el dirigente chino Mao Zedong afirmó que “todos los reaccionarios son tigres de papel. En apariencia son aterradores, pero, en realidad, no son tan peligrosos”. Desde entonces, el apelativo del “tigre de papel” se usa en geopolítica para referirse a cuestiones que se intentan hacer ver como peligrosas o amenazantes pero que, a la hora de la verdad, son un gran farol. Y, en estos años, el fantasma de los Países Catalanes es el gran tigre de papel de la derecha valenciana, “incapaz de aguantar el viento y la lluvia”.
El PP tiró gasolina durante muchos años en la Batalla de València. Les interesaba una confrontación en que podían erigirse como los únicos defensores de la “verdadera valencianidad” frente a los “catalanistas”. Y les funcionó porque supieron entender cómo nos sentíamos los valencianos y, lo que es más importante: supieron movilizar nuestros miedos. Con la llegada de Compromís a las instituciones no es que las tradiciones y fiestas valencianas no hayan desaparecido, sino que se han potenciado y modernizado. Con la llegada de los gobiernos del Botànic y del Rialto, no es que no haya llegado ningún enemigo catalanista, sino que el pancatalanismo se ha desactivado más si cabe en el País Valenciano.
Manifiesto por un país normal
El otro día, después de acabarme La ciudad de la euforia de Rodrigo Terrasa —un retrato magistral de los años de hegemonía pepera en el País Valenciano— decidí aventurarme y escribir un mensaje al autor. Pensé que un conocedor como él del PPCV tendría una opinión formada sobre el hecho de que el PP vuelva a agitar el fantasma del “contubernio de los Países Catalanes”, que incluye incluso al PSPV-PSOE. Y...No, él tampoco lo ve. Ningún tipo de trellat a la vista. La misma historia de siempre que podrá reforzar a algunos convencidos, pero nada más.
Y, así, comencé a preguntarme por qué no podemos los valencianos vivir en un país normal. En un territorio donde la derecha respete nuestro autogobierno, nuestras instituciones y nuestra otra lengua: el valencià. Una tierra donde las empresas de aquí apuesten por los proyectos y el talento autóctonos. Donde la oposición se dedique a hacer oposición con cuestiones tangibles que preocupan a la gente, como la que hizo en su día Alexis Marí en les Corts Valencianes. Puede ser (tan sólo puede ser) que la derecha valenciana no quiera parecerse a la derecha de un país normal. Y claro, de aquellos polvos, estos lodos (y más que lodos, barrizales, como el de la infrafinanciación y el de la deuda histórica de los valencianos).