La Sección Oficial nos ha dejado en su primera jornada competitiva sus dos primeros títulos de altura, de aquellos que hacen grande la aura que rodea el Festival de Cannes. Dos películas que, curiosamente, sitúan la infancia en el muelle del hueso, como si se tratara de un programa doble sobre una misma cuestión pero con enfoques casi opuestos. Por un lado, una historia luminosa de reconstrucción infantil, "Wonderstruck" de Todd Haynes, y del otro, una historia sombría de destrucción infantil a "Loveless" de Andrey Zvyagintsev.
Niños perdidos
Fotograma "Loveless"
Después de la demolidora y pesimista cinta sobre la corrupción exhibida en Cannes "Leviatan" (2014), el ruso Andrey Zvyagintsev compite este año con otra película sísmica, "Loveless". En esta ocasión, el cineasta ruso ofrece el retrato de una pareja que se está divorciando agriamente, Boris (Alexey Rozin) y Zhenya (Maryana Spivak), y que a la vez está rehaciendo su vida por separado con nuevas parejas.En esta separación convulsa pero en camino de resolución por los adultos, el hijo de ambos, Aliocha (Matvey Novikob), de doce años, aparece como el principal damnificado. Los estragos del divorcio se ensañan en el chico. El egoísmo y los reproches de los grandes, la agresividad y la violencia verbal que emplean, no tienen en cuenta el pequeño, que experimenta un dolor y un sufrimiento ilimitado.
El amor nuevo que estalla en ambas parejas, deja una delectación por los cuerpos, el sexo, el placer. Un fuego nuevo que se vive con una entrega y una intensidad celebrativa, pletòrica, pero que deja de banda al niño, criatura desafortunada, que parece inexistente por sus progenitores en sus nuevos proyectos vitales.
El hijo es olvidado, descuidat, hasta el punto que desaparecerá físicamente de sus vidas, en lugar desconocido. Entonces llega la angustia de la investigación del pequeño, los vareos, una investigación infructuosa y dilatada en el tiempo, en la cual los padres se implican. Una prueba que los acabará afectando a ellos también, heridos y asediados por la carga de la desaparición de su hijo. Un film finalmente amargo y desencisat, angustiando, incluso.
Hay que subrayar en su tratamiento que sabe sacar un gran provecho de las cuidadas escenas de interiores, unas escenas que crean un contraste abrupto, casi irreconciliable, entre los pisos, la ciudad, y el bosque que rodea la ciudad. Un espacio natural asociado al niño solitario y taciturno, un paisaje de árboles retorcidos y tumbados, espectrales, como espacio del hecho oculto. Un entorno que obra precisamente el film a forma de preámbulo, con un paisaje nevado e invernal, y que nos conduce a una atmósfera de cuento cruel.
Niños reencontrados
Fotograma "Wonderstruck"
Después de la maravillosa "Carol" (2015), a partir de un relato de Patricia Highsmith, el norteamericano Todd Haynes repite en Cannes en un inusual cambio de registro. Haynes presenta "Wonderstruck", adaptación de un relato de Brian Selznick, reputat autor de cuentos infantiles, revelado en pantalla grande a la deliciosa "La invención de Hugo" (2011, Martin Scorsese). "Wonderstruck" es un viaje a la infancia a través de dos historias alternadas protagonizadas por dos niños diferentes pero en dos épocas diferentes. Ambas líneas narrativas hablan de dos niños que buscan sus padres.
A los años veinte, Rose (Millicent Simmonds), una niña sordmuda, prácticamente no conoce su madre, (Julianne Moore), una actriz famosa que triunfa en el cine mudo. Cuando Rose ve que la madre actuará a los escenarios en Nueva York Rose se escapa para ir a la ciudad para reencontrar su madre, siendo acogida finalmente por su hermano grande, cuidador de un museo. Y en setenta, un niño, Bien (Oakes Flegey), que hace poco ha perdido su madre (Michelle Williams) en un accidente de tráfico, sigue una pista que lo podría traer hasta su padre desconocido, una nota de un remitente proveniente de una librería neoyorquina.
Dos itinerarios infantiles iniciáticos, aunque separados por cerca de cincuenta años, dos rutas de reconstrucción de sus huérfanas vidas que los acaba trayendo al mismo lugar, Museo de Historia Natural de Nueva York. Al final, tienden a converger y fusionarse las dos tramas, dos historias casi gemelas. No sólo por la coincidencia de los mismos escenarios, sino también por el disparo físico que los une, la sordera, reciente debido a un rayo en el caso de Ben.
El film resulta exquisito en muchos momentos, con unas imágenes preciosas en blanco y negro por los años veinte, combinadas con la fotografía en color por los años más recientes, impregnadas de la estética de los setenta. Una duplicidad que se enriquece de la orientación clara de cuento y patraña que adquiere el relato, con nuevos ingredientes fantásticos como las miniaturas y las maquetas, que conjugan la magia infantil con la en torno a la ciudad. O también instantes de puro cine de animación, especialmente en su tramo final.
El prodigioso envoltorio visual y sonoro, con una banda sonora cuidadosísima de Cartero Burwell, que ofrece una versión espatarrant de un tema de David Bowie en los créditos finales, pero no puede disimular en algunos momentos el desgaste de la misma historia, que parece encallarse en algunos puntos, así como una cierta tendencia a la emotividad y sentimentalidad, por otro lado, bastante inherente al formato más infantil.