El británico Kenneth Branagh nos trae una nueva adaptación de un clásico de la literatura de misterio de la escritora británica Agatha Christie escrita a los años 30, "Asesinato en el Orient Express". Y como ocurría en la famosa adaptación del año 1974 a cargo de Sidney Lumet, el propio formato de relato coral favorece un reparto extensísimo de primeras estrellas que circularán por los pasillos de un fastuoso decorado móvil como Penélope Cruz, Willem Defoe, Michelle Pfeiffer, Derek Jacobi o Judi Dench.
Hercule Poirot, aquí interpretado con una gracia y exquisitez enorme por el cineasta Kenneth Branagh, reservándose este papel de lucimiento, se enrola en un viaje en tren que se pretende distendido, buscando un descanso después de resolver un caso criminal. Pero en este viaje transcontinental de cariz sabático, inesperadamente se ve inmerso en un asesinato a cuchilladas en el compartimento vecino.
La víctima es un norteamericano particularmente odiado por todo el mundo, Ratchett (Johnny Deep), anteriormente amenazado de muerto en diferentes misivas, y quienes había pedido protección al mismo Poirot, pero sin suerte. Poirot se ve abocado a un envenenado rompecabezas de difícil resolución en que todos los pasajeros parecen sospechosos, con profusión de pistas falsas y estudiadas coartadas. La investigación del culpable obra el film al suspense y la intriga en un espacio sin escapatoria, en que la unidad de lugar y de tiempo del escenario de este tren de lujo resultará completa con la inmovilización del tren por un alud de nieve, dejando todos los personajes retenidos en un espacio cerrado.
La versión de Branagh resulta un dichoso entretenimiento, pleno de gran vistosidad y de impecable detalle, que imprime incluso un sentido visual cerca del fantástico en medio de un paisaje y en torno irreal. Los pasajeros de paso, desconocidos entre ellos y, aparentemente, reunidos por el azar, conforman un mundo de etiqueta, un espacio prototípico burgués y elitista, con marquesas, damas, mayordomos y princesas.
La teatralidad de todo, la misma puesta en escena de los propios viajeros, resulta un carrusel de vanidades, una pantomima de la representación, donde las apariencias, el disfraz, juega un rol capital. Este desfile de impostura contribuye también a consolidar la gran novedad de este remake en respecto al original literario o la versión cinematográfica de los setenta. Nos referimos a la insólita huella grave asociada al investigador Poirot ante este diverso mosaico humano y el mismo desconcierto para averiguar los motivos del crimen escalofriante.
El famoso policía belga nos reserva aquí algunas reflexiones en sus indagaciones, inexistentes como decíamos en la distendida novela de Christie o la despreocupada versión fílmica de Lumet. Poirot se ve confrontado con dolor y escepticismo a una acepción de la sombra del mal insospechada por él, atrapado en un ambiente de maldad que hace que se acaben acortando las distancias y los límites entre el bien y el mal que por él estaban claros. La banalidad del mal, con el crimen organizado como obra colectiva, no desentona nada en un contexto de entreguerras y de avistamiento del nazismo o el estalinismo.