La Iglesia del Rosario y sus dos puertas

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Apenas rebasada la primera mitad del siglo XVIII se puso la primera piedra de un edificio que ha sido y, sigue siendo, la principal seña de identidad de un lugar de la costa de Valencia llamado El Canyamelar.

Esa construcción no es otra que la antigua Ermita Nueva del Rosario, parroquia de Ntra. Sra. del Rosario desde 1902. Tal iniciativa partió deD. Andrés Mayoral Alonso de Mella (1685-1769), prelado zamorano que hizo su entrada en Valencia como arzobispo de la diócesis el 8 de septiembre de 1737.

Es sobradamente conocida la historia, transmitida por Martínez Aloy (J. Martínez Aloy, "Geografía General del Reino de Valencia". T. I Provincia de Valencia, p. 879. Barcelona s/f.) del origen de la erección de una ermita en tal lugar para resolver elfrecuente problemaque surgía cuando, por causas de diversa índole, los habitantes de las llamadas Barracas del Grao, que no eran otros que los residentes en el Canyamelar, el Cabanyal y el Cap de França, no podían asistir a los oficios celebrados en la iglesia de Santa María del Mar, sita en el vecino Grau.

El período de construcción de aquel primitivo lugar de culto abarcó desde mediados del siglo XVIII hasta 1774, año de su consagración.No nos vamos a extender sobre lo ya divulgado sobre este hecho con mayor o menor precisión histórica. Lo que sí haremos por medio de estas líneas es proporcionar unos datos irrefutables sobre las características arquitectónicas exteriores de aquella primitiva ermita, reafirmando así esa peculiaridad del actual templo, edificado en 1882, consistente en las dos grandes puertas de la fachada principal, y que procede del trazado dieciochesco original.

La ermita del Rosario del Canyamelar siempre tuvo dos puertas en su fachada, rematada por espadaña de un solo cuerpo. Que la doble puerta obedeciera intencionadamente a una división física (muro separador hasta el presbiterio) de la única nave del, sin duda, modesto edificio, lo ignoramos, aunque, conociendo el carácter fuertemente conservador del arzobispo Mayoral en lo tocante a la moralidad pública y teniendo en cuenta que en aquel tiempo cualquier calamidad o catástrofe natural se solía achacar a un castigo divino (este prelado ya consiguió suprimir las representaciones teatrales en Valencia en 1748 a raíz del terremoto que asoló el pueblo de Montesa ese mismo año), no debería extrañarnos que dispusiera esa peculiar distribución del espacio interior de la ermita canyamelera con el fin de evitar dar ocasión a que futuras calamidades cayeran sobre los valencianos.

Aunque, sin duda, la concurrencia y la más o menos prolongada estancia de vecinos de la ciudad de Valencia durante la temporada de baños se puso de moda una vez desaparecida oficialmente la constante amenaza de la piratería berberisca cuando en 1786 se firmó el tratado de Argel, podemos pensar que, antes de dicho año el esparcimiento de los capitalinos en nuestra playa ya tendría sus practicantes, pudiendo el sagaz Mayoral prever certeramente lo que iba a ocurrir con el transcurso del tiempo y la evolución de las costumbres, como atestigua Cavanilles en 1795:

“La playa del Grao es toda de arenas en cuesta muy suave. Allí acuden los de la capital á bañarse, cuyo prodigioso concurso aviva aquel recinto, ya de suyo interesante por el movimiento de las aguas y los buques que se descubren.

Los años pasados iban y volvían comunmente en el mismo dia por la facilidad que ofrecen centenares de calesines y otros carruages apostados para este fin en las puertas de la ciudad. Y a muchos convidados de la frescura y amenidad del sitio, suelen permanecer algunos dias alojados por lo general en las chozas de los pescadores.

Aumentándose con el tiempo la pasión y el número de los concurrentes, varios sugetos acaudalados no contentos con el pobre alojamiento de las chozas, han construido sucesivamente edificios espaciosos; unos pocos con toda solidez, los mas con el nombre y la forma exterior de barracas, en que se hallan las comodidades, los adornos, y hasta el luxo de la capital: por donde ha venido á formarse otra población numerosa al largo de la playa.

Júntanse allí en estío personas brillantes de ambos sexos, viven con libertad, sin etiqueta, y en una diversión continua; se suceden los convites, los bayles y alegría; pero al cebo de estos deleytes acuden gentes díscolas, que se introducen en la sociedad para corromperla.

Ya se nota que la virtud más sólida queda expuesta á perderse, y que á la juventud se le presentan exemplos muy nocivos. Sin duda se ignora este desorden, ó no han llegado á conocer su gravedad los que tienen obligación de remediarle” (A.J. Cavanilles, Observaciones sobre la Historia Natural, Geografía, Agricultura, Población y Frutos del Reyno de Valencia. Madrid, 1795. Libro II, p. 143).

Hay además otro hecho que no era extraño en esa y anteriores épocas y que tiene que ver con la distribución de los asistentes a las funciones religiosas: la costumbre de que los hombres ocuparan la parte derecha de la nave central del templo y las mujeres la izquierda, no permitiéndose promiscuidad alguna.

En caso de obedecer el supuesto y famoso muro separador a esa pudibunda finalidad, no sería más que rizar el rizo del rigor en un contexto geográfico y social algo propicio para la relajación.

Fue en esa primitiva ermita del Canyamelar donde se reveló como pintor un grande de la ilustración científica del XVIII, criado en el Canyamelar: Juan Bautista Bru de Ramón (1742-1799), pintor – condiscípulo de Goya en el taller de Bayeu - y “primer disecador” del Real Gabinete de Historia Natural de Madrid. El joven Bru decoró al fresco parte de la bóveda de la ermita, su primera obra conocida, desgraciadamente perdida al levantarse el nuevo temploen el siglo XIX.

Desapareció aquella curiosa ermita pero, sirvan estas líneas para que no se pierda su recuerdo.

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